Caminaba absorta entre la gente, con su bandolera granate y su
bufanda de enormes dimensiones enrollada en la garganta. El frío la cortaba la
cara y la impedía olvidar que el invierno se acercaba con fuerza. Llegar a su
oficina no la suponía un gran esfuerzo, apenas un par de paradas de metro la
separaban de su casa. La encantaba aquel lugar repleto de buenos compañeros y
donde se respiraba olor a papel nuevo y tinta. Cada mañana sacaba el ordenador
de su bolso y lo colocaba con cariño en aquella mesa abarrotada de bocetos,
rotuladores y tarjetas de cumpleaños viejas. La encantaba diseñar postales.
Adoraba inventarse tipografías, dibujar escenas y redactar frases ocurrentes.
Era lo bueno de trabajar en una pequeña empresa dedicada a las felicitaciones.
Permitía que una misma persona pudiera explotar toda su creatividad realizando el
diseño completo. Y eso lo hacía perfecto. Eso, y que podía trabajar en
creaciones de cualquier temática excepto de aquella que ella no podía aguantar.
Desde que llegó a aquel lugar hacía 6 años, se había negado a diseñar las
postales de contenido navideño. No sabía por qué, algo la revolvía por dentro
cuando tenía que pensar en árboles, luces, verdes y rojos. Y aunque alguna vez
lo había intentado motivada por sus jefes, finalmente lo había tenido que
abandonar repleta de angustia.
Aquel 15 de diciembre salió pronto a comer. Andaba distraída, como
de costumbre, mirando los típicos vídeos de navidad que inundan por esas fechas
las redes sociales en su teléfono móvil. Fue cuestión de segundos, apenas un
parpadeo. El sonido de unos neumáticos frenando en el asfalto, el claxon
estridente, el olor a goma quemada y el corazón latiendo fuerte en los oídos.
Su teléfono cayó al suelo y ella contempló aquel coche rozándole la pierna
izquierda. Llegó a tocarla suavemente, casi como una toque amistoso que
sustituye a una paliza despiadada. Respiró hondo y recogió su teléfono. El
conductor salió del vehículo temblando y se disculpó con la joven. Ella repitió
las disculpas por su despiste y continuó su camino.
Fue entonces cuando todo llegó a su cabeza. Esto ya lo había
vivido.
Aquel 22 de diciembre salió pronto del colegio porque comenzaban
las vacaciones. Caminaba alegre por la calle acompañada de su madre que la
había ido a buscar. Mientras esperaban a cruzar una calle, la niña sacó de su
mochila una tarjeta que había preparado en clase. En ésta aparecía dibujado con
notable talento un gran árbol de navidad plagado de regalos y estrellas. Su
madre y ella la contemplaban entretenidas cuando emprendieron de nuevo la
marcha sin darse cuenta de que un coche se aproximaba demasiado rápido. Y de
repente, aquel sonido plástico, el pitido taladrante, el olor tostado y las
palpitaciones. Aquel coche sólo rozó las piernas de la niña. Su madre la agarró
con fuerza y la sacó de la carretera a tiempo. Fue un incidente que no tuvo
consecuencias más allá del susto momentáneo. O eso creía ella.
Aquel evento había quedado enterrado en su memoria. Inaccesible
para sus recuerdos explícitos. Aquello no había ocurrido.
Sin embargo, para sus entrañas, para sus vísceras, aquel suceso
marcaba el ritmo de su trabajo. Y era ahora, cuando años después, y por estas
cosas fortuitas de la vida, se repetía la situación. Era ahora cuando ese
episodio se desbloqueaba de su mente, dando paso a la liberación. Entender qué
ocurría con la Navidad la dejaba decidir qué postales hacer. Entender por qué
no podía diseñar abetos ni guirnaldas le permitía acceder a una faceta de su
profesión que ella misma limitaba.
Entender aquella parte de sí misma, la permitió al fin y al cabo elegir
sin coacciones, sin pensar con la emoción.
Fue así como entenderse a sí misma, la permitió, al fin y al cabo,
ser libre.
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